peluca
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Por: Marbrisa Ter-Veen

*Este artículo lo esbocé en la sala de espera del psiquiatra.

Supongamos que estamos en el circo y a muchos metros sobre nuestras cabezas, hay un acróbata caminando por la cuerda floja. Contenemos el aliento. Por momentos sus pasos son seguros, luego vacilantes y cuando parece que va a perder el equilibrio por completo y quebrarse la cabeza contra el piso, nuestro corazón se agita. Somos presas del espectáculo, respiramos su sudor, nuestra mirada está en los brazos del acróbata y secretamente deseamos que caiga para poder gritar horrorizados y ver su sangre correr por la arena.

Insertados como estamos en esta dinámica voyeurista, donde uno es el que se exhibe y otro el espectador, las figuras públicas están sometidas siempre al voraz ojo de las masas que exige satisfacción sin tregua, como un bebé hambriento.

Todos somos exhibicionistas, por alguna razón nos gusta que los demás sepan qué comimos, dónde estamos, cuánto corrimos, qué compramos y así hasta el infinito de nuestras actividades cotidianas, pero entonces ¿cómo es esto distinto para las personas famosas? Bueno, mientras que nosotros podemos decidir qué mostrar a los demás, ellos simplemente son asechados día y noche por fotógrafos esperando encontrar alguna disfunción: de ropa, infidelidad, gordura, granos o dientes amarillos y explotarla de forma impresa o virtual. Así que, aunque tengan su cuenta de Instagram a la que suban fotos que quieren compartir, el resto de su vida, la privada, corre el peligro de volverse pública en cualquier momento. Esta amenaza basta para enloquecer a cualquiera. ¿Y qué hacen los locos? Lo que sea.

Las celebrities le deben su éxito a la industria del espectáculo, es decir, a lo que esta industria puede explotar de su imagen. Bien podemos decir que con lo que negocian es con la apariencia de sí mismos. Hasta aquí todo suena sencillo, obvio quizás. Pero lo interesante no se asoma nunca antes de que la crisis lo haga.

Cabe pensar que las celebridades tienen conciencia del fenómeno de la imagen en el que participan, pero también es posible que, no siendo teóricos ni estetas, no tengan idea de hasta qué grado su comportamiento está dictado por la dinámica del mercado en el que comercian. El exhibicionismo se convierte en norma de conducta y cuando la crisis irrumpe tampoco conocen una manera “sana” de lidiar con ella, como ninguna persona normal conoce forma sana de escapar del caos. Así que comienzan las vacilaciones en la cuerda, la cuerda floja parece más floja aún y, sin embargo, no vemos sangre en el piso, sino que seguimos observando durante horas cómo el acróbata lucha por su vida, da gritos, suplica, maldice sin poder caer, como si la cuerda floja y sus pies fueran uno. No pueden morir porque el show debe continuar. Ya nadie se suicida (digo esto de forma vaga e irresponsable).

El compromiso de las celebridades —pacto firmado con el diablo en estado de ebriedad— es tan grande con el público voyeurista ansioso que frente a una situación de crisis extrema, la posibilidad de suicidio no existe, sino que hay que seguir la representación, dejar que se documente el bajo fondo del individuo en cuestión, digamos Britney Spears.

Y disfrutamos la documentación de esa decadencia como el más delicioso espectáculo. El nuevo síntoma de crisis es raparse, hacerse tatuajes con frases o dibujos idiotas, engordar sin control, adelgazar sin control, cortes terribles de cabello, ir a la cárcel ocho veces, extirparse los senos, inyectarse demasiado colágeno, y todo frente a las cámaras. La respuesta a la crisis es mutilación de la imagen. La existencia de las celebridades para el público es de mera apariencia, y cuando una determinada apariencia es destruida por su dueño podemos decir que el suicidio adquiere una dimensión virtual: suicidio estético.

¿Quienes se suicidan? Para cometer suicidio habría que considerar la vida, la existencia como algo incómodo y profundo, mientras que en la cultura actual nuestra vida es el pretexto para hacer un show, una representación. El suicidio es terminar la película sin siquiera pasar los créditos, no digamos ya el letrero de “Fin” o somos todos unas gallinitas mariconas que no sufren como se sufría en los buenos tiempos del Romanticismo en el que los suicidios estaban a a orden del día y las almas sufrían colectivamente y acababan con su existencia de forma trágica. Ahora desaparecer sería aburrido, solamente quienes salen del círculo vicioso del espectáculo y sienten un dolor insoportable, verdadero, cometen suicidio, mientras tanto todos los demás, los que siguen atrapado en ese vórtice destructivo, siguen perdiendo los dientes y luciendo veinte años más viejos de lo que son frente a las cámaras, aunque sea frente a las de su celular.

Killing it. ¿Es el suicidio un acto pasado de moda?