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POR EDGAR LEAL

Una mañana de primavera de 1987 desperté con un zarpullido en toda la piel. Mi madre se alarmó: “debe ser escarlatina”, me dijo. Mientras un dictamen determinaba mi estado de salud, ella decidió llevar mi avance escolar. “Si no vas a la escuela, estudias en casa”. Y me puso a leer todo lo que no alcanzamos a leer en la escuela. Tocó el turno de historia. Hablaban de las condiciones del México moderno en transición a las condiciones del nuevo México moderno; eso me llamó la atención, principalmente porque no lo entendí del todo: “los artistas volvieron a la pintura de caballete”. Siempre que tenía una duda (la que fuera) y se la preguntaba, invariablemente, su respuesta era “ahí está el mataburros”. Así que me asomé al mataburros. Y decía lo que cualquier diccionario puede decir sobre caballete: armazón de madera que sirve para sujetar el cuadro que se pinta… bla bla bla. Entonces volví a preguntar a mi madre. “Asómate a ver las ilustraciones…” y encontré un par de imágenes que se me grabaron como yerra: “El sollozo” y “El coronelazo”; este último de 1945.

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Algo habla en la historia, si se la ve como ese rodar el tiempo: los actos hablan de un pasado, cierto; sin embargo perfilan un futuro: lo preparan. Muchas veces sin tener la menor idea que lo están haciendo. Eso es lo que yo llamo lo insospechado de la historia…
A mediados de los 50, el joven artista José Luis Cuevas, en gran parte autodidacta, comienza a ser reconocido en los círculos de artistas jóvenes (no existía el término “emergente”; de hecho aún no se sabe con exactitud qué es un artista emergente) José Luis Cuevas, joven de un talento excepcional para el dibujo y encantador en el trato. Su tema predilecto era la soledad: en el burdel, en el tugurio o en el aislamiento de su propio y pequeño hogar. Experto en el retrato y obsesionado con los autorretratos, hizo del engrandecimiento del ego parte primordial de su obra. Se desarrolló a tal grado que al poco tiempo la figura del niño terrible (se le conoció como “enfant terrible”) comenzó a amenazar al ya anquilosado poder revolucionario de proyectos sociales: el muralismo. La maduración de su dibujo lo llevó a perfeccionarlos en un lenguaje propio, consolidando sus fantasmas y monstruos. Sin embargo la monstruosidad del enfant terrible era muy distinta a la monstruosidad de la fiereza de Siqueiros: mientras en el muralista hay monstruosidad, en el joven dibujante hay monstruismo. De todas formas, la rueda del tiempo ya perfilaba a la nueva generación: la de la ruptura. Cansada toda la sociedad mexicana de un establishment que quería durar cien años (se conoce la famosa frase de Siqueiros: “no hay más ruta que la nuestra”), encabeza una nueva generación de artistas que se manifiestan en contra de la expresión del arte que se sostiene en programas políticos -obviamente pagados por el estado- y alimentando ideas nacionalistas con inclinaciones marxistas, denunciando que el proyecto de educar a la sociedad mediante el mural (idea de Vasconcelos) nunca funcionó. Esto implicó que la misma academia flaqueara en intentos cada vez más insípidos de nacionalismo. Es en 1967 cuando se consolida definitivamente como una gran figura del nuevo arte mexicano con su famoso “mural efímero”: trabajo que se realizó en una semana y se destruiría un mes después, una clarísima afrenta al muralismo. Para este entonces, José Luis Cuevas ya tenía una carrera consolidada. La historia le dará el lugar que hoy conocemos que adquirió.

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Muchos años después, sería 1993, en una conferencia impartida por José Luis Cuevas en la Escuela Municipal de Verano, un personaje del público le preguntó al artista cuál era el futuro del arte en México. Este se mesó un bigote, luego el otro; se acomodó en su silla y dijo, irónico y petulante: yo soy el futuro del arte en México. Era claro que se trataba de un artista que ya había dejado la juventud y se encontraba entonces en su propio establishment. Sin embargo un detalle coronó el escenario: había dos cámaras grabando. Cuevas era un personaje excéntrico, exagerado, petulante, pero sumamente agradable y un histrión natural, sobre todo si había una cámara grabándole. Fue ese día que entendí porqué los artistas habían vuelto al caballete: fueron los mismos muralistas quienes prepararon el camino para que esa generación encabezada por Cuevas entrara con toda la fuerza al escenario. Y también comprendí que fue mi madre quien me enseñó el camino para comprender que la historia no es esa sucesión de eventos que se dan como el correr de los números, sino que es un proceso dialéctico que únicamente tras la búsqueda y la interpretación desarrollada como un lenguaje propio y autónomo, ligada a los aconteceres que nos rodean, le dan sentido a nuestro presente, pero cambian también nuestro pasado. Hoy Cuevas ha terminado sus días, dejando una extensísima obra en dibujo, pintura y escultura. Larga vida al artista de la ruptura.

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EL FUTURO TAMBIÉN ESTÁ EN LOS VIEJOS: ADIÓS, JOSÉ LUIS CUEVAS