Por Cyn Maya
29 de abril, 2019
Todo comienza con un sonido como de algo que se eleva, sientes que algo está por suceder pero no logras saber qué es y, por un segundo, te angustia pensar que lo que estás oyendo es señal de que algo no está bien.
Esperas a que haya un cambio en el sonido y así sucede. El sonido cambia y los beats empiezan a caer, uno a uno. Te mueves, lo haces al compás de esos beats que no dejan de caer y que siguen dándote la sensación de que algo está por suceder, pero lo que ahora crees que viene es un cambio en el ritmo, un cambio en el tono de lo que escuchas, y comienzas a emocionarte y tu angustia se convierte en ansia y emoción de que ocurra el cambio, lo necesitas, lo quieres YA.
Entonces hay un momento de relajación, crees que no va a caer ningún otro beat más fuerte, pero una parte de ti cree que si llegara… entonces llega. Y todo explota.
Te elevas. Sucede tan ligeramente que pierdes consciencia de todo lo que sucede a tu alrededor, no hay nada ni nadie, sólo estás tú y la persona que hace sonar los beats que no hacen nada más que elevarte. Te juras a ti mismo que jamás has sentido algo así, tu cuerpo y tu alma vibran al ritmo de lo que escuchas y no quieres que pare. Lo quieres, te aferras a esa sensación y sientes que lloras. Gritas, porque crees que no hay mejor manera de expulsar la energía que ahora recorre todo tu cuerpo, cada vena, cada músculo.
Y termina. Ni un minuto antes ni uno después, el final llega cuando tiene que hacerlo. Te desplomas en el suelo mirando a las estrellas sobre tu cabeza y buscas esa energía que emanaba de tu cuerpo hace unos minutos. Quieres más, quieres más de eso que te hizo sentir tan bien. Entonces disfrutas de las vibraciones que sigue emitiendo tu cuerpo causadas por el éxtasis que acabas de vivir y cierras los ojos para no ver nada más.
Hace algunas semanas fui al festival Ceremonia, con un solo objetivo: ver el live set de Jon Hopkins. Para mí, el cartel solo tenía un nombre, el suyo. No porque no me importen las demás bandas, muchas eran épicas y había propuestas interesantísimas que obviamente no me perdí. Pero la propuesta que más deseaba (y ansiaba) ver, era la del productor inglés (colorista de Coldplay y protegido de Brian Eno) quien es capaz de crear composiciones a partir de sonidos clásicos como el piano y el violoncello; sintetizadores e, incluso, modificar su propia voz para dar a su música la identidad única que la caracteriza.
El live set que preparó para el festival inició con material de su más reciente álbum, Singularity, seguido de varios temas ya conocidos por los fans y que se desprenden del álbum que le daría la fama: Immunity. Hacia el final del set volvió a uno de los temas más importantes del Singularity: Luminous Beings. Una pieza que Jon ha reconocido como una de sus creaciones favoritas y de las mejores. Esto por el proceso creativo de la misma: la experiencia con la psilocibina, sustancia presente en algunos hongos alucinógenos.
Para escuchar a Jon Hopkins es necesario estar dispuestos a dejarse llevar por cada sonido y cada beat que va soltando en cada pieza. Su música no solo se escucha, se siente, incluso si nos concentramos y nos dejamos llevar lo suficiente, podemos verla en su totalidad: colores, texturas, efectos, ilusiones. El conjunto de todas estas experiencias sensoriales da como resultado un proceso de inmersión y sumamente personal en el que podemos ser capaces de vernos y sentirnos a nosotros mismos, nos da oportunidad de encerrarnos en un mundo en el que no existe nada más que el espectador y el músico. Es en cierta forma, permitirnos perder el control de cuerpo y alma. Su música es capaz de emular el efecto de tu droga favorita sin haber consumido sustancia alguna.
Ahora que lo pienso, algo que me dejó esta edición del Ceremonia, fue ver a mucha gente sorprendida por el live set que nos regaló Hopkins ese seis de abril en punto de las 8:45 de la noche. Si bien el productor cuenta con una fan base sólida en México, una parte del público que se encontraba en el escenario Portal Absolut solo estaba ahí porque esperaba el siguiente acto (Modeselektor), por acompañar a otros amigos o por cualquier otra razón que se les ocurra, menos por realmente conocer al músico. Así que mi sorpresa fue aún mayor y de una manera muy positiva al escuchar a muchos gritar mientras salíamos del escenario entre una nube enorme de polvo luego de que terminara el live set: “No mames, este tipo se pasó de verga”, “estuvo poca madre, ¿no?”, “no lo conocía, pero estuvo de huevos”. Incluso una amiga que se encontraba en el festival me mandó un mensaje diciendo: “No mames, Jon Hopkins, ¿qué pedo?”. Lo cual me hace reflexionar sobre la trascendencia no solo de un live set, sino de cualquier experiencia estética en general. En la importancia de dejarnos llevar, y de (por un momento) permitirle a un conjunto de sonidos y armonías (o de lo que sea que estemos presenciando) que nos llene de eso que tiene para darnos y entonces, dejarnos fluir. Perder consciencia por un momento de la realidad, de nosotros mismos y disfrutar de la luz, las texturas, los colores, las sensaciones y emociones que normalmente no estamos tan abiertos a sentir.
Escuchar en vivo o en cualquier otro formato a este prodigio de productor es una experiencia que (en mi opinión) vale mucho la pena, sobre todo si eres como yo y buscas experiencias que alimenten y pongan a prueba tus sentidos. Así que si estás en busca de tu droga natural favorita te recomiendo que escuches su álbum Immunity, lleno de texturas suaves con sonidos fuertes que funciona muy bien como antecesor de su nuevo álbum: Singularity, un material sólido y de estructura mucho más compleja pero sin dejar de lado los sonidos y silencios que caracterizan su trabajo. Claro que si eres tan obsesivo como yo, y quieres conocer los inicios de su carrera, puedes empezar con Opalescent, su álbum debut.