Por Penélope Mujica
Nos engañaron con el cuento de que el trabajo es el único camino para una vida digna, de que si eres pobre es porque quieres, de que si te roban es porque te despistaste, de que si te matan es porque llevabas falda, de que si te jode el gobierno era algo de esperarse y que no hay remedio, y de que la lealtad a una idea se antepone a los hechos. Nos han engañado tantas veces y de tantas formas que ya no sabemos qué es real y qué no lo es, vivimos en la “matrix” de la desinformación, al final del día los hechos no son relevantes, solo hay que elegir uno de los limitados ríos informativos disponibles y sumergirnos en su corriente narrativa para que nos pongan el ritmo de la canción que iremos repitiendo como verborrea a diestra y siniestra sobre cualquier tema que se nos asome.
Sin investigar, sin experimentar y sin realmente empatizar, corremos a opinar por ser, o mejor dicho parecer, ¿involucrados?, ¿cultos?, ¿intelectuales?, y en nuestro esfuerzo por participar activamente caemos víctimas de nuestra debilidad por la radicalización y lo que nos hace sentir. La ira fútil es como una droga, llena nuestro vacío emocional, espiritual y físico mejor que cualquier otra cosa, hace que nuestro corazón lata un poco más rápido y por esos minutos en los que cantas la canción que te aprendiste el día anterior ante otro que canta una tonada distinta, eres un vocero del progreso, o por lo menos eso piensas.
Mientras tanto, los que viven bajo el cielo de tonadas que se repiten aleatoriamente como nubes en una tormenta sólo pueden ver las banderas que los que cantan llevan en sus manos, banderas que acompañan sus melodías. Desde abajo aquello parece un carnaval, tanta vivacidad, tantos colores y tantas canciones, y todas son sobre lo que pasa al nivel del suelo. Por unos instantes sus habitantes comienzan a cantar también, buscando unión, una mano melódica que lo ayude o por lo menos le dé una palmada en la espalda; sin embargo, arriba, el furor del carnaval no da tiempo a la empatía, es mucho mejor seguir bailando y cantando. Mientras las tonadas se hacen más fuertes el sentimiento de soledad de abajo se agiganta, de repente las comparsas suben y se alejan con sus banderas y sus melodías, sólo se escucha a lo lejos el júbilo que sienten al participar en el carnaval.
Pero si algo he aprendido en los años en los que he lidiado con un régimen dictatorial es que las banderas no cuentan para nada, que las luchas no son nuestras o suyas, que no importa el canto vacío: lo que realmente importa son aquellos que viven esa lírica en carne propia y no desde el privilegio de la distancia. Nuestras tonadas no quitan su hambre ni sanan sus heridas, y quizá, no tengamos el poder ni el deber de hacerlo, pero respetar su vivencia parando de cantar para preguntar “¿cómo estás?” es un buen comienzo.