El imposible perdón
Por Rogelio Laguna
Ilustración: Alejandra Acosta
I
El perdón en nuestra sociedad es una obligación. De la política a la religión, pasando por la psicología, toda la cultura nos recuerda frecuentemente las ventajas de perdonar frente al infierno que vive quien no perdona. Quien no perdona, nos dicen, se ve a sí mismo atado a una serie de sucesos que lo afectan día a tras día, de los cuales le es imposible salir y pasar la página. Habrá que perdonar aquello que no puede ser restituido, lo irremediable, todo lo que ya no puede ser recuperado por la venganza. Porque la venganza también está prohibida.
Y si por todas partes nos advierten de la importancia del perdón es porque seguramente es cierto que sin él no podríamos vivir juntos. No somos como dioses, los errores de uno terminarán por afectar a otro, y lo mejor que podemos hacer es respirar hondo para seguir. Perdonamos a quien nos empuja en el metro, los golpes que nos dio un primo o hermano en la infancia, perdonamos nuestros propios errores; terminamos por perdonar lo imperdonable cuando creemos que no tenemos de otra. Porque esto permite seguir, concentrarse en lo nuevo, cerrar la puerta a peleas eternas que no traerán nada bueno, aunque no sea lo justo.
De los filósofos que han teorizado sobre el problema del perdón tal vez el más destacado sea Friedrich Nietzsche. El filósofo germano dedica diversos pasajes de su obra para abordar dicha cuestión. Tema que aparece de una forma doble en su obra, ya que observa acertadamente en La genealogía de la moral (1887) que el perdón es uno de los modos en que la civilización ha domesticado al ser humano y adormecido sus instintos, es la manera en que los regímenes se han instalado y a partir de los cuales se ha construido una cultura de la culpa, donde unos tienen la facultad de perdonar a otros. No sólo se trata de perdonar, sino de vivir buscando ser perdonado por una culpa primigenia instalada en nosotros para sentirnos deudores. El pecado original, la diferencia sexual, los estereotipos económicos, raciales o corporales a los que no podemos ajustarnos porque somos diferentes: he ahí los lugares donde frecuentemente se instala el sentimiento de culpa por el que deseamos ser perdonados y alrededor del cual obedecemos en pos de una redención fantasmal.
A este perdón, que nos hace perder potencia y que nos somete a un poder sin rostro, Nietzsche contrasta un segundo tipo de perdón que nace no de la tristeza sino de la abundancia, de la posibilidad de afirmar la vida a pesar de la pérdida y el fracaso. Este perdón, descrito por el pensador en su Zaratustra (1883), es expresión del amor a la vida, que se acepta en su aspereza, en su movimiento implacable, que nos quita con una ola inesperada las conchas que hemos juntado a la orilla del mar y nos hace llorar como a unos niños. Nietzsche nos recuerda que, sin embargo, estos niños pronto volverán a reír cuando el mar les traiga nuevas y maravillosas conchas.
II
Para mí, “perdonar” es una palabra vacía, una acción imposible. No me malinterpreten, no quiero decir con esto que sea partidario del rencor y de mantener en la memoria aquello que nos ha herido. Cuando digo que es imposible me refiero a que en mi vida el perdón siempre ha ido más bien de la mano del olvido. No lo he vivido como una decisión voluntaria frente a algo que hiere realmente, frente a algo que, como dice Nietzsche, sigue quemando en la memoria, sino más bien como su disolución en el tiempo. Por más que lo piense me parece imposible perdonar aquello en lo que seguimos consumiéndonos, aquello que tan fuertemente nos mantiene despiertos sin permitirnos el sosiego.
Es fácil perdonar aquello que en realidad poco importa, que puede ser fácilmente reparado, repuesto, pero cómo perdonar a quien nos ha roto el corazón, cómo perdonar el paso del tiempo frente al que somos inermes, cómo perdonar un silencio o una palabra que se ha colado profundamente en nosotros o una vuelta del destino de la que nadie es culpable pero que nos ha quitado la calma. La voluntad parece no bastar. Sólo un tiempo indefinido podría venir en nuestra ayuda.
Cada día que pasa creo que Nietzsche tiene razón y que el perdón se trata de aceptar la vida, de dejar que en ella acontezca lo inevitable y seguir amando. Aceptar que no se tiene el control del tiempo ni del dolor. El mundo, a pesar de todo, está frente a nosotros.